Para muchos esta palabra es un sinónimo de “farsa”: “la mejora o desaparición de síntomas ante un tratamiento que, en realidad, no tiene ningún efecto curativo. Algo así como comerse un terrón de azúcar para quitarse un dolor de cabeza. O dejarse estafar por el falso chamán de un pueblo perdido, sin ninguna base científica seria.” Entre la creencia popular es considerado como un simple producto de la imaginación. Incluso, muchas veces se pone como excusa para decir que, en realidad, la persona que solía quejarse de una enfermedad estaba fingiendo hipocondríacamente.
Sin embargo, ya desde que nos remontamos a los orígenes de la palabra en latín (“placebo” significa “permito”) hay algo de verdad. Lo cierto es que el cerebro acciona una serie de mecanismos científicamente comprobables para disminuir o hacer desaparecer el dolor, más allá de la imaginación. Es decir, realmente si tengo un efecto placebo, “me permito” y mi dolor disminuye.
No son meras figuraciones: el efecto placebo puede sanar al cuerpo con sólo la idea de estar tomando un medicamento, aunque este no tenga en realidad ningún efecto directo sobre el mal que nos aqueja. Aclaramos: directo. Porque indirecto sí que lo tiene.
Es de suma importancia ante cualquier tratamiento convencional, complementario o alternativo, “darse permiso” (placebo) para recibir la sanación. Sin esta disposición mental abierta al cambio y a la propia curación, la salud encuentra más resistencia a restablecerse por completo.
El efecto placebo desencadena sustancias en nuestro cerebro que hacen que el dolor desaparezca. La expectativa del placebo le abre las puertas a la secreción de opiáceos endógenos. Estas son sustancias que se encargan de controlar los mecanismos del dolor. Son como nuestros propios analgésicos naturales. También hace que sean más efectivos, pues los canaliza hacia las zonas del cerebro que reclaman más su presencia y activa vías neuronales que impiden que el dolor se transmita por la médula espinal. Es decir: estas sustancias opiáceas son como un equipo de rescate, que bloquea las líneas que transmiten el dolor y hace que lleguen menos señales de sufrimiento al cerebro.
Por el contrario, estas sustancias también pueden retirarse del campo de batalla si no se sienten bienvenidas o necesitadas: si la persona espera que haya dolor, aunque se le administren analgésicos verdaderos, anulará el efecto, es decir, habrá un efecto placebo inverso.
Quiere decir que el poder de la mente es incluso más grande que el del cuerpo en ese sentido: si queremos creer que algo tendrá poderes analgésicos, los tendrá, y no será una cuestión subjetiva, sino que nuestro mismo cerebro pondrá todo en marcha para que así sea. Nuestras expectativas en verdad generan cambios neurológicos, visibles incluso a través de técnicas de neuroimagen.
Mantener una actitud positiva cuando atravesamos por una enfermedad no es tan sólo un consejo de la galleta de la fortuna, o una mera ilusión para hacernos sentir que tenemos algún poder sobre nuestro cuerpo cuando éste se subleva y se enferma. Es un hecho científico, medible, que nos demuestra el poder de la mente y que ésta no se encuentra separada del cuerpo, sino que somos una unidad, que puede llevarnos hasta donde nosotros queramos llegar.
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